EL IMPUESTO DE SOCIEDADES EN LA ENCRUCIJADA
EL IMPUESTO SOBRE SOCIEDADES EN LA ENCRUCIJADA
El Gobierno ha anunciado el próximo establecimiento de medidas para el aumento de la recaudación, y de ellas sobresalen, por la polémica que han suscitado, dos: un tipo efectivo mínimo por el Impuesto de sociedades y un nuevo impuesto sobre las transacciones digitales.
Estas medidas pretenden atacar las complejas situaciones derivadas de la mundialización de la economía, que dejan obsoletos los sistemas fiscales tradicionales, desbaratando, incluso, el concepto de soberanía fiscal, una de las piedras angulares sobre las que se construyó el Estado surgido de la Edad Moderna. En efecto, la capacidad de las multinacionales para desviar sus resultados hacia territorios de más baja tributación y la deslocalización que supone la economía digital, merman considerablemente la capacidad recaudatoria de un país sobre las rentas que se generan en su territorio, paradigma de la tributación de los beneficios empresariales.
Los medios clásicos de desviar rendimientos de las filiales hacia empresas del grupo situadas en territorios con tributación más reducida han sido habitualmente, entre otros: mantener a las filiales subcapitalizadas, de modo que precisen de préstamos de otra sociedad del grupo, quedando mermados sus beneficios por la carga que suponen los intereses; el cobro de cánones por know-how, patentes, diseño e intangibles varios; cobro por apoyos a la gestión, por campañas de publicidad, y cualquier otro servicio; pero, fundamentalmente, la manipulación de los precios de trasferencia de los productos y servicios, bien sean intermedios, bien finales.
Estas prácticas, en principio legítimas, pues no es discutible el que se cobre un canon por fabricar un producto bajo una patente o que se contribuya al pago de una campaña de publicidad a nivel mundial, por poner unos ejemplos, dejan de serlo cuando los pagos exceden de lo razonable, o responden a la mera ingeniería fiscal. El Impuesto de sociedades español ha ido sufriendo modificaciones para contrarrestar estas prácticas: valorar a efectos fiscales las operaciones a su verdadero valor de mercado; limitar las deducciones en el impuesto por el deterioro de participaciones y por pérdidas en su trasmisión; evitar la deducción de rentas negativas por la valoración razonable de las carteras; limitar la deducción por el pago de intereses; limitación a la compensación de bases imponibles negativas de anteriores ejercicios (*), etc.
Sin embargo, las normas hasta ahora introducidas no resuelven del todo el problema de la deslocalización de beneficios, y este asunto no es local, sino que afecta en mayor o menor medida a todos los países. En el marco de la Unión Europea hace tiempo que se estudia el procedimiento más idóneo para resolver el tema, sin que hasta ahora se haya encontrado una solución satisfactoria y aceptada por el conjunto de países que la forman. El documento que más ha avanzado en la materia es el que trata de implantar una Base Imponible Común Consolidada Europea (BICCE). En esencia este método parte de los beneficios consolidados del grupo europeo y predica un reparto de ellos entre los países donde tenga establecimientos, atendiendo para ello a parámetros predeterminados tales como, activos tangibles, ventas por destino, número de empleados y sus remuneraciones. Este documento ha recibido un fuerte apoyo por parte de Francia y Alemania, por lo que tiene visos de materializarse en algo concreto. La cuota parte del beneficio consolidado que le correspondiera a cada Estado sería la base sobre la que se calcularía el impuesto sobre los beneficios de ese país, tomando en cuenta, claro está, los impuestos globales pagados por el grupo.
La BICCE, no obstante, tendrá que salvar graves dificultades, no siendo la menor, la necesidad de una armonización en los estados miembros del tipo impositivo. El recorrido para una armonización del impuesto a nivel europeo, tanto de la base gravable, los incentivos y deducciones y el tipo impositivo, se prevé largo y lleno de dificultades.
Siguiendo nuestra tendencia nacional de encontrar soluciones simples para problemas complejos y más allá de los estudios que se están realizando en Europa, el Gobierno parece haber obtenido una fórmula sencilla: gravar con un tipo mínimo efectivo los resultados contables. Se dice, al parecer sin mucho fundamento, que el tipo efectivo al que tributan las sociedades españolas es del 12,2%. Los expertos aseguran que ese dato no refleja la realidad y que la metodología empleada por Hacienda en su informe anual de recaudación no es la adecuada.
Las fórmulas sencillas suelen encerrar un sinnúmero de dificultades, el saber popular tiene acuñado el adagio de “no hay atajo sin trabajo”, y en el presente caso estas provienen, tanto de la divergencia necesaria entre resultado contable y base imponible, como de las limitaciones que a la soberanía fiscal de un país impone la soberanía de los demás.
Uno de los principios de un sano sistema impositivo es el de evitar la doble imposición, de modo que una renta no esté sujeta a más de un gravamen, aunque sea por países distintos. El ejemplo clásico es el de los dividendos, que proceden de rentas que ya han sido gravadas por un impuesto sobre los beneficios y cuando los recibe otra sociedad volverían a sufrir una nueva imposición por este mismo concepto. Para evitar este efecto no deseado todos los sistemas fiscales modernos tienen medidas de exención o de deducción de los impuestos anteriormente abonados. A nivel internacional se acude a firmar convenios entre países para evitar la doble tributación a que se llega cuando ambos tienen posibilidad de imposición sobre una operación. En esencia, estos acuerdos llegan a un reparto entre los estados del impuesto sobre los rendimientos generados en un país y que benefician a residentes del otro.
Que un estado tenga convenios para evitar la doble imposición con la mayoría de los países desarrollados, como es el caso de España, propicia inversiones y transacciones entre ellos y se considera una valiosa herramienta de competitividad internacional. Sin embargo, el tipo mínimo propuesto por el Gobierno puede dar al traste con ella. Verdaderamente, los resultados de una sociedad pueden incluir cobros de dividendos, cánones de diversos tipos, rendimientos de inmuebles situados en otros países, intereses de préstamos, ganancias de capital, etc., rentas todas ellas que han podido ser gravados por los impuestos del país de procedencia, y a su vez formarán parte de la base del impuesto sobre los beneficios en el país donde tenga su sede la sociedad que los cobre. El convenio respectivo habrá fijado un tipo máximo al que pueden ser gravados los rendimientos de referencia por cada país firmante. Un tipo mínimo del impuesto de sociedades que grave los resultados contables puede quebrantar la letra y el espíritu de los convenios firmados con otros países, pues en la mayor parte de los casos el respeto a ese tipo mínimo implicará la no deducibilidad de los impuestos pagados en el extranjero, con grave quebranto del principio de no sobreimposición, privándonos de la ventaja competitiva que suponen los numerosos convenios firmados por España para atraer negocios en el campo internacional. En una economía global donde la competencia entre los países abarca también el campo de los impuestos, no parece que este tipo mínimo anunciado sea lo más adecuado para atraer inversiones y negocios.
(*) Esta limitación puede llegar en los grandes grupos hasta el 25% de la base previa. No es de esperar que se limite más todavía el derecho a compensar bases imponibles negativas, cuando se está negociando con el Banco Santander el destino de los créditos fiscales del Popular.